Muñecas
Muñecas
Se parecen
tanto a nosotros
congeladas
en una pasión calva
o ausente
la mirada,
como las vacas, sus pestañas
flaqueadas
bajo frágiles sacos de hielo.
Sus ojos,
blancos con fiebre, una larga
enfermedad.
La
superficie pálida del trigo
deslizándose
lejos.
Te di una muñeca
de piedra,
su rostro,
una manzana seca
marchita,
pero sin turbación.
Nos enseñó
la arrogancia del silencio,
cómo piedra
y Dios nos recompensan. Las muñecas
no dan
nada. Mira tú bastón,
mira cómo
incluso hasta el tacto desgasta
su brillo
cuando el mango
toca la
mano. Cuando niña, herviste
tus
muñecas, para mantenerlas limpias, presentables.
Las
agitabas en enormes cacerolas
para poder
doblarles las manos y los pies
en poses increíbles. ¿Cómo te gusto?
Inclinándome
hacia atrás, leyendo
en voz alta
un delirante
libro. O
tendido sobre tu cama,
como si me
hubieran tirado de un edificio alto
a la calle,
lección de
un gobierno joven a su gente.
Cuando
duermes, caminas por los campos de otro
país, una
serie de sombras caen lejos
lentamente,
marcan tu camino,
el cielo se
inclina como se inclina una chica curiosa
por encima
de su hermana pequeña.
Tu cara: el
dolor deliberado
de una
muñeca blanca, caminas a lo largo
de ese
bosquecillo de locura,
donde tu
madre espera. Hambrienta, muy quieta.
Cuando
estás dormida, soñando con otro país:
Este es el
país.
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