Cesa
Cesa Éramos boleristas con las cabezas en las nubes, mecánicos, comerciantes, maratonistas, estudiantes. Escribíamos sobresaltados contemplando la capital desde el Yunque. Rio Piedras, mi hogar, el lugar del festejo sobre camas ajenas y solitarias como los espejos desde donde solo se contempla al tiempo arrugado, inconsciente del salitre quincallero del Viejo San Juan. Allí nadie predicaba sobre degenerados sexuales que no hacían otra cosa más que mamar en cuanto rincón oscuro de la Calle Sol encontraban. Allí llegábamos a la palabra cesa donde la nostalgia se convierte en alabastro, lagrima, y esperma.